“¡Sí!” – responden algunos, otros callan,
otros no escuchan y otros comienzan a escuchar.
“Muy bien. Pues pasemos al siguiente
punto del tema” – continúa el maestro.
Esta es una escena que sucede diariamente
en las escuelas.
Nos conformamos con un “sí” a dos voces,
en lugar de preocuparnos en saber por qué ese “sí” no ha sido pronunciado por
las 25 que hay en el aula.
Nos preocupamos en avanzar temario y en
lograr terminar todas las unidades para cumplir los objetivos y los contenidos
establecidos por la legislación.
Pero no tenemos suficiente con este hecho
ante el que, en cierto modo, estamos obcecados, sino que se llega al extremo de
su gravedad al pretender comprobar el aprendizaje de los alumnos mediante un
examen “memorístico”.
Qué se consigue con todo esto: niños con
un mar de dudas sin resolver, niños aburridos que no quieren aprender.
Pero… ¿Verdaderamente lo han comprendido?
¿Lo han asimilado? ¿Hemos despertado en ellos el interés? ¿Lo han relacionado
con sus conocimientos previos? ¿Saben la utilidad que podrían darle a ese
conocimiento fuera de la escuela? ¿Les hemos aportado algo verdaderamente útil o sólo dosis ingentes de nueva
información?
Son preguntas que la mayoría de veces,
por desgracia, no llegan a ser respondidas o no nos preocupamos en responder.
Puede que sea uno de cada cinco docentes los
que se pregunten… ¿lo estoy haciendo bien? La respuesta a la que lleguen en el
mejor de los casos será dudosa, pero ante la presión del entorno cederá a la
misma y continuará llevando a cabo la misma actuación en el aula. Y en el peor de
los casos… no queráis saberlo.
Luego nos preguntamos por qué hay fracaso
escolar… ¡Qué ironía!
Sin embargo, no hay que tirar la toalla…
hasta en el pozo más oscuro puede verse un pequeño atisbo de luz.
Sólo es necesario tener unas dosis de
interés y preocupación tanto por la enseñanza, el aprendizaje, los alumnos y tu
profesión como maestro. De ese modo, podremos encontrar alternativas a esta
enseñanza anticuada y poco didáctica que debe ser substituida por una educación
más adecuada a los nuevos tiempos y necesidades de los alumnos. Surge así, la
llamada Investigación-Acción.
La función de esta nueva metodología es
clara, investigaremos qué sucede en las aulas para saber cómo actuar en las
aulas. Aprenderán partiendo de lo que les gusta, callaremos mientras ellos
hablan, prestaremos atención a lo que nos tengan que decir, pero sobretodo,
escucharemos sus silencios; pues aquel que calla, una de dos, o no entiende algo o sabe demasiado, sea cual
sea la razón es necesario interpretarlo para aportarle aquello que reclama a
gritos.
Para lograr que la Investigación-Acción
tenga efectos positivos en la educación en las aulas, será imprescindible que
el propio profesor realice esa actuación y ponga en práctica esa palabra que
tanto temen algunos: Autoevaluación. ¿Por qué les horroriza? ¿Por qué la eluden?
Preguntas sin respuesta, en realidad, pues la autoevaluación no es más que la
capacidad de reconocer tus errores, corregirlos, encontrar alternativas más
prácticas y satisfactorias, y lograr, de este modo, aquello que pretendes
conseguir en el nivel más óptimo posible.
Por todo esto, sólo podemos decir que…
Investigamos y actuamos, pero una vez actuado debemos volver a investigar, pues
será el modo de llegar a asentarnos como buenos maestros, y lograr formar así a
buenos alumnos, buenos ciudadanos, buenas personas…
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